Se sentó frente a la pantalla del ordenador sintiendo los el nerviosismo golpeando atropelladamente en el pecho. Llevaba mucho tiempo esperando ese momento y a la vez deseaba, secretamente, que no llegara nunca; no es que no le hiciera ilusión, o que no le gustara la idea, el problema era el miedo al fracaso el que hacía que le diera un vuelco el estómago y se le revolviera el corazón.
Mientras daba un sorbo al café reflexionó sobre cómo había llegado a ese punto. Recordaba haber estado hablando de política con unos compañeros de trabajo unas semanas antes, uno de ellos le había dado una idea para una novela de acción; recordaba haber aplaudido la idea de su amigo y haberlo animado a hacerla realidad y, de pronto, ahí estaba ella, enfrentándose sola a un proyecto que se había convertido en suyo.
De pequeña le gustaba imaginarse una versión adulta de si misma, una mujer de éxito, bella e inteligente, escribiendo en una máquina de escribir sólo por la magia del recuerdo de una época pasada. Solía imaginar que las palabras fluían a borbotones sin esfuerzo alguno, como si las historias se formaran de forma espontánea en su mente y, en un curso natural, fueran plasmadas al papel de forma automática. Sin embargo, a lo largo del tiempo fue dándose cuenta de que no funcionaba así, su mente parecía incapaz de crear historias largas, a partir de un punto perdía interés y pasaba a imaginar situaciones completamente diferentes con personajes aleatorios; se encontró con que la escritora virtuosa en la que debía convertirse no era más que una relatista de poca monta.
Sin embargo, nunca había sido una mujer cobarde, y no iba a serlo ahora, tomó aire y se dispuso a escribir de tal forma que no quedó claro si lo hacía ella o la niña que habitaba en su interior.