Potemkin o cómo aburrir a un camarero
Paseábamos una noche por las frías calles de Salamanca, durante mi primera visita a la ciudad, con el claro objetivo de hacer una parada en El Charro cuando nos encontramos con unos hombres que volvían a Salamanca después de varios años.
Estos hombres buscaban un bar en concreto, un bar en el que ubicaban los recuerdos felices de su juventud, un bar con nombre ruso y música algo alternativa. Nos preguntaron a nosotras por nuestro aspecto, algo desgarbado en aquel momento que al parecer nos hacía tener "pinta de chicas alternativas".
Cuál fue mi sorpresa al descubrir que estos hombres eran paisanos míos, de siberia-gasteiz ni más ni menos, por supuesto decidimos emprender la búsqueda de aquel bar que tanto les gustaba. Al cabo de un par de vueltas llegamos al bar "Potemkin", desde luego el nombre era ruso, decidimos entrar para ver cómo era y nos encontramos con un terreno devastador.
El bar, de un tamaño considerable y con un tablado al fondo, estaba completamente vacío, la música sonaba baja, los camareros estaban apoyados en la pared mirándose el uno al otro con cara de circunstancias y preguntándose por qué tenían que pasar la noche allí; el portero nos miró sorprendido e incluso entró con nosotros en un fallido intento de hacer aquel lugar algo más acogedor. Nuestras voces retumbaban en el bar y nuestros pasos dejaron eco cuando salimos de allí.
Días más tarde volvimos a pasar por el Potemkin para ver si había mejorado el panorama, sin embargo volvimos a encontrarnos con un bar olvidado, fuera de la moda, al igual que la película que le da nombre "El acorazado Potemkin", toda una prueba de temple y estoicismo para el camarero más experimentado.
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